domingo, 23 de noviembre de 2008

No fear


El aire pasa a mi lado como un vecino comedido. Hoy es un día diferente. Piso una bufanda roja que está a mitad de la calle.
Algo ocurre. Basta de contemplaciones. Es hora de hacer mi trabajo.

Volteo. Un perro se aproxima y hurga dentro una bolsa de plástico que yace sobre el pavimento. El can husmea y encuentra algo. En el hocico del animal aparece una mano pequeña: de niño.

La gente que madruga —esa que llega temprano al mercado de Las Ausencias— se horroriza.
Alguien, no sé quién, descubre más allá —entre los restos de cáscaras de plátanos y naranjas— otras partes del cuerpecito mutilado.

Se entiende que iba descalzo, trozos de un pantalón de mezclilla vieja están hechos un envoltorio a los pies del poste que no pudo hacer nada. Más allá, un anciano muestra una camiseta ensangrentada con la leyenda “No Fear”.

Observo a los curiosos. Todos los que están ahí deben pensar que el sacrificado era uno de los pequeños indigentes que deambulan por las calles ofreciendo sus cuerpos a los turistas que les dan monedas a cambio de placer. Yo los he visto, cuando resuelvo asuntos en el parque de los Falsarios. Se sientan cerca de la fuente y lanzan piedras a las aguas turbias. Saben que llegaran hasta ellos.

Qué más pueden hacer si a nadie importan.

Ya la mujer regordeta encontró su torso y le cubre la cabeza con un periódico. Ahora todo es cosa de trámites. Uno llamará a la policía; otro a la Cruz Roja y algún compadecido traerá al sacerdote de la iglesia más cercana.

Y… el asco y la impotencia escurren por los rostros de todos. La tristeza no se desprende de sus ropas.
Saben que los únicos autorizados para levantar los despojos —antes deben reunirlos— son los peritos y los representantes sociales —pero éstos aún no llegan y cuando lo hagan temerán cumplir con sus obligaciones—.
En un día cualquiera —no como hoy— el desparpajo se desnudaría por estas calles. Allá los vendedores de ropa; ahí las mujeres que intercambian chismarajos y cupones de descuento. El verde vestido de los vegetales. Los rojos y amarillos en pieles de mangos y manzanas. Hace tanto que no pruebo un fruto así.

Pero esta mañana —gris por la presencia indeseable de un ventarrón— el ambiente está cuajado de tristeza: de puestos que apenas se sostienen por sí mismos y cajas que hasta las ratas abandonan.

Me gusta merodear. No sé. Excusas para retardar mi labor. Ganas de perder el tiempo, como dicen aquí.

Pero hoy parece que todo duele más. Ninguno de estos mirones podrá conciliar el sueño. Verán las partes mutiladas de ese pequeño sin amigos y sin nombre. La pesadilla les perseguirá: ni dudarlo.

Los motores de los camiones que transportan las frutas y verduras rugen enfadosamente en la bocacalle. Esa joven cuelga racimos de plátanos en las afueras de su tendajón. Pese a todo, las cosas toman su cauce.

Un hombre tuerto se ofrece para cargar las bolsas a la mujer con brazos largos. Notas de música escapan entre el humo que sale de un restaurante.
El torso del pequeño todavía yace en el suelo; su cabeza, cubierta con el periódico.

La calle empieza a soltar malos humores. Un aullido se acurruca entre los postes.

Manos a la obra.

Cruzo entre la gente. Basta de contemplaciones. Hago a un lado el periódico.
Me inclino sobre el rostro del niño. Le sonrío. Se incorpora desconcertado. Casi llega donde acaban mis alas. Acaricio su cabello.
Es el mejor momento del día; lo que más me agrada de este trabajo. Tomo su mano: mientras ascendemos, sé que ya no dejara de sonreír. JLV

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