viernes, 18 de enero de 2008

Dodó


Hoy desperté con los párpados hinchados. Soy un tronco seco sobre la cama. Mi cuarto, como si supiera, me regala penumbras. Recuerdo mi sueño; no fue agotador, sí angustioso. Estaba un hombre viejo, contrahecho, que vagaba por las calles; volteaba, clavando sus ojos nublados en los míos.

Paso la mano sobre mi frente y limpio un recuerdo que me pesa. Ese hombre era alguien que conocí hace mucho tiempo. Hago memoria.

Dodó es un niño que siempre anda sucio. Su cabello a rape y sus ojos de morsa terminan por afear su aspecto; por si fuera poco es mudo.

Las mujeres de la vecindad siempre le arrojan agua sucia de los lavaderos, mientras sus risotadas rebotan en el rostro andrajoso. Los mayores le preguntan si "ya ha hecho cosas"; él interpreta esas palabras y frota obscenamente sus partes, provocando alaridos.

Dodó no juega con nadie. Mejor, nadie juega con él porque no es como nosotros. Desde muy temprano acompaña a su madre —dicen que una vez se prendió fuego cuando la dejó el marido—, para comprar cosas "de segunda" en el mercado. El mudo avanza con su atado a cuestas y la deforme mujer, siempre detrás de él, golpea su espalda con una vara para obligarle a caminar de prisa.
Cuando llegan a su casa, cuya puerta da hacia la calle, acomodan la mercancía para ofrecerla a quienes pasan por ahí.

Por las tardes, antes de que caiga la noche, Dodó asoma su feo rostro hacia el patio de la vecindad. Parece una rata olfateando queso. Después corre entre los lavaderos, se oculta para vernos jugar, mientras chupa su pulgar mugroso.

Nunca lo invitamos a nuestras actividades, y su aspecto sucio nos incita a tratarlo mal. Él se defiende lanzando gemidos que, seguramente, deben ser majaderías. Todos reímos y lanzamos cosas hacia su cabeza, hasta que su horrible mamá sale para espantarnos y se lo lleva a rastras.
Es el mismo espectáculo, día con día. Siento pena por él; a veces quisiera defenderlo, pero los demás se burlarían de mí.

Hoy es domingo, salgo a jugar con mi nuevo trompo y mis amigos aún no aparecen por el patio comunal.
Escucho ruidos extraños. Dodó se chupa el dedo y me observa, asoma su cráneo pelón entre las sábanas amarillentas que se secan al sol. Una sonrisa suplanta los gemidos. Me pone nervioso.

Dodó quiere ser amigable y comienza a lanzar trocitos de jabón seco. Volteo. No hay nadie cerca. Le invito a jugar. Camina despacio hacia mí, de pronto corre y se apodera de mi trompo.
Escapa hacia la calle. Logro detenerlo en el portón. Tomo su hombro y le propino un buen golpe en la espalda. Recupero mi juguete.

Él se agacha indefenso y dobla sus brazos sobre el pecho como un pollo rostizado; me reflejo en sus ojos nublados. Tengo pena por él.
Me siento tan mal que quiero darle ese trompo que ni siquiera me gusta.
No sé por qué volteo; mi padre observa todo desde lejos. Su mirada tranquila me indica lo que debo hacer.

Dodó, inmóvil, con el pulgar en la boca. Cierro los ojos y lanzo mi puño hacia sus ojos de morsa, golpeo su frente con el trompo y doy la vuelta rápidamente. Triste, muy triste, avanzo hacia la sonrisa complaciente de mi padre. JLV

No hay comentarios: