jueves, 8 de noviembre de 2007

Qué puede haber más triste que una lágrima


Míster Magoo tenía la rara afición de coleccionar murmullos. Era sumamente cuidadoso. De hecho nadie hubiera sido capaz de hacer lo que él hacía. Disfrutaba de ello, entre otras cosas, porque solía lazarlos desde la ventana con pequeños hilillos que extraía de las crisálidas, mientras sus víctimas, inquebrantables, saltaban de una acera a otra.

Míster Begin veía las evoluciones del hermano como se ve jugar al perro del vecino o una porción crepuscular en el espejo. Era más dado a la meditación. De muy dentro sentía la necesidad de caminar a la orilla del río Whirlpool y lanzar puñados de rosetas de maíz a las aves y durante esas caminatas imaginarias introyectaba una serie de cuestiones relativas a las altas y bajas de su humor...

Para Magoo los murmullos bien valían un reino. Una vez mientras descansaba en la banca del parque Simpson, recordó que esa desmedida afición se le acentuó un día lejano, siendo muy joven aún.
Mrs. Hellmann’s, su madre, trataba de hacerle entrar en razón con la esperanza de que se enmendara y frenara esas extrañas adicciones, ya que se acumulaban por decenas las quejas de cientos de ecos que acudían a reclamarle por las confusiones que su vástago cometía durante sus correrías.

Y es que en cada parpadeo Mr. Begin se reprochaba el hecho de que sólo por las noches pudiera descansar brevemente. Su negocio siempre estaba lleno porque vender esperanzas era un negocio floreciente. Sí señor, un buen negocio.
Y meditar sobre eso le reconfortaba porque a fin de cuentas la gente puede quedarse sin gozar de las delicias del sexo o sin nada que llevarse a la boca pero siempre había más de uno capaz de adquirir una esperanza a la altura de sus necesidades.

Ya que los murmullos le recordaban la silenciosa algarabía de las serpientes de agua, similares a las que la negra Jemima depositaba en la gran bacinica familiar para asustarle y recordarle que los niños blancos no deben apretar con avidez las posaderas de sus esclavas delante de las visitas, Mr. Magoo decidió desde su temprana juventud que sería cazador de casquivanos murmullos, mismos que depositaba cuidadosamente dentro de los frascos que le obsequiaba Tommy T-Boone, viejo loco y pendenciero, que se brindaba en flatulencias no bien ingresaba a la iglesia metodista del pueblo.

Mr. Magoo y Mr. Begin compartían el local, al igual que su vientre, donde expendían o compraban lo necesario para incrementar sus bienes o servicios. Los gemelos isquiópagos con la ceja levantada, lustrosos dentro de su piel rosada, rascándose los forúnculos de la oreja, atendían acompasadamente a sus clientes. Las mínimas palabras, los movimientos justos para gastar energía indispensable. No es que fueran ahorradores compulsivos o agiotistas energéticos, para nada; la respuesta se hundía en la creencia familiar de que malgastar es cosa de la gente vulgar, no de los que lanzan rosetas a las aves.

Poseedores de una educación encaminada a la obtención de ganancias, los siameses pensaban que la vida consistía en la acumulación sistemática de cosas. Conocían desde su temprana infancia el poder del dinero y la ventaja enorme que ofrecía el comercio ante otras disyuntivas de la vida. «No hay como tener algo propio, original y floreciente», les dijo el general Electric, tío abuelo por parte de madre y poseedor de una cuantiosa fortuna que incrementó con el traslado de ombligos de pollo a Ciudad Osterizer.

A pesar de su gran parecido eran diferentes. Cabe mencionar que Mr. Magoo, a diferencia de Mr. Begin, usaba un bigotillo escaso y castaño cuya punta se levantaba hacia arriba. El otro detestaba cualquier aparición pilosa que pudiera modificar un mínimo su pulcra y lampiña apariencia y en su interior, en lo más hondo, era tan frágil como un murmullo en los labios de un enamorado. Gustaba de leer acerca de Mary y Eliza Chulkhurst, las siamesas del Condado de Kent de la Inglaterra del siglo XII. También sostenía correspondencia con los hermanos Tocci de Italia y con Chang y Eng Bunker, de Siam.

La clientela para los murmullos era constante; mujeres chismosas, maridos cornudos, empleadas bancarias, señoritingas de alcurnia, gente rara. Dueños de una herencia suficiente que los hubiera tenido sin trabajar hasta su muerte, los gemelos atendían cada quien lo suyo. Begin obtenía mayores beneficios y Magoo, mejor ni hablar de eso, lo que no alteraba la percepción de sí mismos, ni la de las vocaciones elegidas. Todo lo que ganaban lo guardaban en el orificio que habían hecho tras el retrato de Mrs. Hellman’s.

En Campbell’s Town estaban seguros que los siameses jamás llegarían al altar y mucho menos que llegaran a dejar descendencia.
Era verdad sabida que las mujeres del lugar antes optarían por T-Boone que por cualquiera de ellos. Les querían, eran patrimonio de la localidad y percibían que era más importante para ellos el incremento de su fortuna personal que el amor.

Los miraban avanzar por las calles polvorientas como una pesadilla que se niega a desaparecer. Ellos, inmunes a la curiosidad que la costumbre no lograba borrar, trataban de mantener el precario equilibrio sostenidos por la fuerza del orgullo. Los niños lloraban y los perros ladraban. Los siameses de Campbell’s Town recordaban el gesto de repulsión de Mrs. Hellman’s cada vez que fingía acariciarlos, rechazaban la imagen y avanzaban más rápido.

Una mañana en que Mr. Begin había vendido una esperanza de aumento salarial a Pichón nauseabundo —el desmedrado indio hurón que no veía caer nada desde hacía algunos ayeres—, llegó el establecimiento compartido una escuálida mujer con ojos de mar, nariz de menarca y boca de hoja de maple, acompañada de una gigantesca y malhumorosa mujer.

Maggo las vio de arriba hacia abajo y de abajo para arriba y esperó a que se aproximaran. Begin palideció y cayó en cuenta que justo el día anterior había guardado para sí el pedimento que había hecho a la empresa que le proveía de ellas, ubicada en Shan Gri La. Había solicitado la esperanza indicada para aquéllos que todavía no encuentran al ser querido...

Ella buscaba un murmullo especial, según explicó. El murmullo de seres cálidos, de corazones agitados y desinteresados que no buscaran belleza física sino pasión a raudales. Magoo le respondió que en esos momentos no tenía el murmullo solicitado pero que en poco tiempo llegaría. Quedaron de acuerdo y el comerciante se comprometió de enviar una nota al hotel donde se hospedaban. Los gemelos sucumbieron al encanto de la esquelética y en el intercambio de miradas sintieron vibrar a la bestia andrógina de su interior.

Magoo y Begin decidieron donar ellos mismos los murmullos requeridos y tan sólo en dos días consiguieron llenar el bote expresamente destinado para su conservación. Suspiraron profundamente mientras intercambiaban una mirada alegre y sonreían esperanzados.

La gordona pécora recibe la nota, informa a Tupperware, la escapista más anoréxica del mundo. Magoo se relame los labios mientras da vueltas a la punta del bigotillo. Begin nervioso teclea sobre el mostrador. La cadavérica apasionada abre el frasco y lo coloca en su oreja; escucha murmullos suaves, temerosos, nerviosos, palpitantes, pacíficos, sencillos. Sonríe. Tapa el frasco y le indica a la giganta que pague. Ésta obedece y ejecuta un mohín lujurioso frente a los gemelos.

Las aves del Whirlpool vuelan sobre la delgadísima que flota dentro del primoroso vestido amarfilado. El mundo es un circo y los buitres le asedian, y al inclinarse ante ella con bombín en mano inician la danza del cortejo para ser espantados por la macro guardiana. En ese momento topan con los empresarios y cuando ellos levantan el bombín, Tuppperware no puede controlar el ritmo de sus latidos, que escapan de la caja toráxica y llegan al oído de los gemelos que reconocen el murmullo del corazón enamorado.

La pasión brotó como una lengua marina que lame incansable la orilla de la playa. Las noches y los días fueron eternos para el trío de amantes que no sólo compartían sus cuerpos sino su visión del mundo. Ocasionalmente la grandulona guardiana de la escuálida lujuriosa participaba de los juegos con una torpeza innata que les hacía reír hasta quedar extenuados.
Atrás quedaron los murmullos y las esperanzas; el llamado de la naturaleza les calcinó la avaricia.

Los bicípites, en su interior, esperaban que la relación diera hasta donde fuera posible... Begin platicaba con Magoo de su intercambio epistolar con Chang y Eng Bunker y de las alentadoras visitas solidarias que los siameses realizaban, sobre todo a partir de cumplir sus 32 años, en 1843, cuando contrajeron matrimonio respectivamente con las hermanas Adelaida y Sarah Anne Yates.

Claro que ellos no tenían que desplazarse a ver a su respectiva hembra, ni convencer el uno al otro; afortunadamente el destino les había otorgado una bulímica fierecilla, dúctil y sensual que les proporcionaba placer inacabable en un solo lecho. Pero tal vez, un día no muy lejano, pensaba Begin, encontrarían unas damiselas buenas y tiernas, entonces organizarían sistemáticamente esas sesiones solidarias, en semanas alternas, a las casas en las que residieran sus cónyuges.

Tupperware había sido informada, en alguna ocasión, de la existencia de los siameses Hellman’s y a fuerza de tenacidad y en contubernio con el dueño del circo Sunbeam llegaron al poblado para afincarse ahí por una temporada. Ella vivía enamorada de Smile el payaso, pero él la rechazaba porque deseaba hacer vida con una doncella normal, como la bella Maybelline, etérea avecilla barbirrubia que volaba de trapecio en trapecio con la gracia de un perico australiano.

La pérfida anoréxica deseaba dinero a toda costa y que mejor que engatusando a los cándidos siameses. Pensaba someterse a una costosa operación de acolchonamiento de la masa corporal combinado con implantes de res, lo cual le permitiría asumir una apariencia cuasi normal, y eso le permitiría posicionarse en el mercado de fenómenos como la bulímica más gorda del mundo. Esos centímetros le bastaban para poder acceder al amor del payaso y continuar su carrera de escapista.

Los habitantes de Campbell’s Town estaban escandalizados por la conducta de los siameses. No justificaban su actitud pero en el fondo sabían que los hombres son hombres a pesar de ser fenómenos.
Muchos llegaron a verlos totalmente ebrios cargando a la flaca con dificultades. También presenciaron sus apariciones en el circo y se les congeló la sangre cuando se despojaron de sus ropas para quedar en pelotas frente a la gentil concurrencia.

Los excesos de los bicípetes fueron in crescendo. La huesuda les tomó cierto cariño pero seguía esquilmándoles fuertes sumas de dinero para poder culminar sus planes. En una de tantas noches de francachelas siguieron la juerga hasta la mansión Hellman’s.

A la mañana siguiente encontraron murmullos esparcidos entre vidrios y esperanzas regadas por el suelo. El cuadro de la estricta Mrs. Hellman’s sobre la cómoda y el orificio de la pared totalmente vacío.

Ahí estaba la anoréxica, perdida de borracha con una botella de whisky entre la mano y un alfanje en la otra, sumergida en una isleta de sangre. Quienes vieron a los siameses manifiestan que sus rostros poseían la tranquilidad de los que mueren haciendo lo que les gusta.
Separados brutalmente, cada uno por su lado, tirados sobre la alfombra desangrados y más pálidos que los senos de una monja. Los hechos incriminaron a Tupperware que desde entonces perdió la razón y mora en los sótanos del hospital psiquiátrico del condado.

En las tardes de mayo, cuando las gaviotas del río Whirlpool bajan en picada a recoger las rosetas de maíz, dicen que llega una mujer muy alta y bella al cementerio de Campbell’s Town. Se para frente a la tumba de los siameses Hellman’s y aparentemente, mientras reza, murmura un sin fin de agradecimientos en memoria de los desaparecidos, mártires de la población, ya que sus posesiones fueron incautados por las autoridades para beneficio de huérfanos y viudas.

“La visitante parece gimotea durante horas”, manifiesta el enterrador que ha sido tocado hasta la médula por el fulgor de las lágrimas derramadas.
A ella parece no interesarle porque después de todo nadie sabe que su mano dirigió el tajo del alfanje que separó a los siameses. Menos le preocupa que la reconozcan, porque después de la cirugía estética que le practicaron en rostro y cuerpo, la gigantesca ex guardiana de Tupperware pasó a convertirse en la flamante esposa de Smile el payaso. JLV

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