viernes, 16 de noviembre de 2007

De puertas


Las puertas carecen de un pasado preciso. No existe un documento, una prueba rupestre que confirme su edad. Por ello se rumora que su origen inicia cuando el primer hombre estuvo listo para guardar secretos, dar la espalda a la noche o nacer al silencio.

Las puertas hunden invisibles raíces en una lejana tradición de hermetismo. Se encierran en sí mismas, como buenas mujeres, que aguantan suficiente hasta que una fuerza innombrable las derriba o un metal hunde su dentellada para volverlas polvo.

Son una sólida prueba de firmeza. Si bien es cierto que, en ocasiones, se derrumban, la mayoría de veces sostienen lo que son.

¿En realidad buscarán detener?

O tal vez pretenden ocultar algo durante cierto tiempo, hasta que, a fuerza de contactos, se doblegan con todo lo que guardan.

De cualquier forma no siempre están cerradas. A veces entornadas, se presumen abiertas para el diálogo, dependiendo del trato. Como la ley y el progreso, las puertas pueden ser infranqueables, intolerantes, inflexibles. Como hembras ajenas nunca son para todos. Sus verdaderos favores los prodigan de lleno a quienes poseen los tamaños para abrirlas.


Las puertas tienen el ritmo sosegado de los atardeceres, de las charlas de sobremesa. Enemigas del forcejeo y del trato brusco, mantienen su postura si uno persiste en penetrarlas con avidez de fiera.

Nuestras puertas se abren familiares al rechinido de la costumbre. Las ajenas nos separan de lo desconocido, nos hacen fabular antes de conceder el paso; nos atisban con sus ojos nudosos detrás del tiempo barnizado.

Las casas siempre exigen de su presencia. Son su razón de ser, el gesto fraterno que les pone la esencia de humanidad a cualquier calle.

Las vemos en la tierra, en el cielo y en todo lugar. Son esa piel de bosque que nos resguarda entre la soledad y el frío.

Acompañan al que sueña delirios recostado en los cálidos brazos y a los que saben que las estaciones son especialistas en convencer ventanas.

Como todo lo vivo, a las puertas les quitan y les ponen. Atrás quedan las viejas armaduras, las llaves como hachas, las cerraduras-yelmos, los puños con cabeza de león, los tablones estriados.

Las puertas de carrizo, de madera o metal cambian su indumentaria, pero nunca su fondo. Parecen ser extensiones del muro, en ocasiones, o pésimas imitadoras de una modernidad ansiosa pero son lo que son porque jamás dan la espalda a su destino.

Paso a las puertas de luz con botones de cuarzo, celdas fotosolares y tarjetas magnéticas.

¿Dónde el roce nervioso de la llave eremita..., y su cueva aún estará ahí?

¿ Las viejas puertas se irán quedando solas, insatisfechas, ansiosas como monjas que piensan en varón?

En principio, las puertas son aduana. Nos detienen el paso, nos vigilan. Uno tiene que hacer como que sabe abrirlas, palpar su superficie, adelantar el pie y forcejear un poco. Después sacar la llave, probar una tras otra hasta dar en el blanco y entonces, como barcas, iremos mar adentro de su virtud silente.

Las invocamos en momento de ira y tejemos un rosario de frases en su nombre: Me has cerrado la puerta. Me diste con la puerta en las narices. Si cruzas esa puerta olvídate de mí…

Y en momentos de amor nos auxiliamos de ellas: Ábreme las puertas de tu corazón. Tu tienes las llaves de mi almario. Si tocas más fuerte te abro…

Algunas puertas, lejos de ser amables, guardan con demasiado celo sus tesoros. No es lo mismo la puerta de la entrada que la de la cocina, o la del closet. Es así desde el principio. Como hay buenos y malos, así las puertas tienen sus jerarquías: hay unas verdaderamente pesadas y algunas más ligeras; se diferencian por la calidad del nudo, el olor que despiden, la ruta de sus venas, la fuerza de sus vetas, su arbusto genealógico; en suma, sus raíces.

Otras, por otro lado, de tanto desear el compartir secretos se van quedando mudas. Rechinan por costumbre, esclavas de sus sueños, casi al borde de fundirse en el suelo; por una fracción de aire escapan del proverbio: "Todo lo que se estanca se pudre".

Las puertas son una vieja prueba de firmeza. Tal vez, en sus más hondos sueños, atendiendo a la ley de las probabilidades, desearon ser toreros, de ahí que nos dejen pasar con arrogancia, con un quiebre estudiado, haciéndose un ladito, dejándose embestir sin ser golpeadas.

Nunca se podrá hablar de que las puertas llevan, entre su sangre, vetas de errancia plena manipuladas por los espacios libres. Lo niegan en sus goznes. Se dice que son de naturaleza sedentaria, pero consta en los anales que las más rebeldes se hicieron a la mar, a las praderas y, las más soñadoras, al espacio exterior.

Cuando las penetramos las puertas tiemblan como fiera dormida. Se inicia la batalla para alterar el orden que fingían imponer. Increíble sería que no fraternizaran con los demás objetos de la misma sustancia. Perderían su autoestima.

Nunca andan a la caza de presagios o eventos que trastoquen su lentitud de piedra. Ellas están ahí, recordando el pasado de sus valles frondosos. Son igual que las tías preferidas que al tiempo dan la cara, sin afeites.

Sumidas en su contemplación interna están, pero no están; es decir, su silencio transcurre para adentro, en sus profundas meditaciones no entra el ruido; si las toca, rebota, y se marcha intranquilo. Cualquiera diría que imitan a los muros. No los pueden calcar, es otra su sustancia.

A pesar de que el clima es su peor enemigo, nunca se oyen sus quejas. Se hinchan o adelgazan, pero siempre se mueren en la línea.

Como todos los hombres aprendieron a sacarle partido al tiempo libre. Se transmutaron en expertas de la meditación. Inventaron un lenguaje ‘puerteño’, sus vasos comunicantes se propagan al abrir y cerrar. Murmuran, pero no son chismosas. Digamos, más bien reconcentradas. Verticalmente analíticas.

Dormitando nos ven desde su marco. No por cuestión de acecho, son la curiosidad perpetua de las cosas. Su piel, a veces tersa o dura, nos prodiga en momentos una razón de apoyo, un poco de sostén para hacer tierra.

Desde su erecto espacio saben de sol y sombra. Con tejados de cuento a la luz se prodigan temerosas. Abiertamente francas, a la noche se niegan por orgullo, porque ésta les echa en cara una sarta de dudas y espejismos.

El tiempo, aunque se dude, les pertenece un poco. Conversan en silencio, chismean cosas de piedra, murmuran rechinidos y hablan de las paredes. Conocen la llamada del silencio. Discurren con él y para él.

También nos brinda lecciones de humildad, de paciencia sin límites; su indulgencia resiste las peores embestidas.

Así son nuestras puertas. Una sonrisa vertical de niña herida. Prudentes centinelas que nos cuidan de pie hasta el último aliento.

Después de todo nos permiten disfrutar del fruto de nuestra intimidad, del goce insospechado, del placer solitario.

Gracias por alejarnos de los ojos ajenos y aproximarnos a la mirada amada, aunque sea en el espejo.

Nunca nos dan la espalda, matronas irredentas, saben cuando es tiempo de enseñarnos al mundo.

Benditas, porque al abrirse al mundo nos muestran que la luz no es sólo esa sierpe brillante que asemeja sus pies. Casi flotan de pie, así echan raíces.

Son esa llama sólida que arde sola entre el muro y la sombra.*

*Yo supe de una puerta que escapó de su casa. Dejó su marco, su espacio dibujado en la pared. Huyó dispuesta a todo por un departamento. Por más cosas que hicieron jamás volvió a su nido. No le importó terminar arrumbada bajo las escaleras. A veces cruje, o se hincha por el clima. Siente correr polillas por sus penas pero sigue en lo suyo. JLV


No hay comentarios: