martes, 20 de noviembre de 2007

Barquitos


Estuve presente cuando se fue mi padre. No supe ni cómo ni por qué, pero el destino lo dispuso así. Recuerdo que entró lentamente a la casa y se paró a mitad del estudio. Le temblaban tanto las piernas que su caída era inevitable. Su andar era desmemoriado; recién me había mirado cuando de desplomó. Quise ayudarlo a incorporarse tan pronto rodó por el suelo, pero me fue imposible.

Estaba boca abajo. Empezó a hundirse como una isla en el mar, y no podía despegarlo porque parecía que una boca invisible lo chupaba. No volví a ver su rostro. Lloraba por esa nuca con pelambre rala que parecía un insecto huyendo de su cuerpo. Tengo entre los ojos su espalda flaca y arqueada, su pantalón abombado y escalonado como lengua de dragón.

Aún le jalé del cinturón e intenté despegarlo.¡ Levántate!, grité. Pero no me escuchaba porque sus orejas ya estaban suelo adentro. Un peso mayor que las culpas le impedía levantarse de esa especie de arenas movedizas. Todo fue rápido, menos la angustia. De pronto quedó bajo el mosaico italiano que un día tuvo a bien colocar. Se fue a pique igual que una ancla de carne en el desierto.

Ahí estuve mirando, durante horas.

Mamá y mis hermanas llegaron después. Les expliqué todo, paso a paso. Enmudecieron. Mi madre amagó con lanzarse tras él. Me regañó. Dijo que debí llamar a los bomberos, a un sacerdote, o a alguien competente en ese tipo de accidentes.

La dejé que hablara y pataleara hasta que cayó de hinojos y empezó a llorar desconsoladamente. Derramó tantas lágrimas que su llanto cubrió la oquedad que se formó cuando desapareció mi papá. Aquellas lágrimas fueron su lápida.

Pobre de mi viejo. Nunca hizo daño a nadie y si en alguna ocasión llegó a golpearnos lo hizo para hacernos gente de bien.

Desde entonces hacemos barquitos de papel y todos los sábados los colocamos sobre ese laguito salado que mi madre alimenta a diario para que no esté solo. JLV

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