viernes, 19 de octubre de 2007

De suicidas


Para mí era obvio que yo, José Luis Vasconcelos, me había arrancado la vida a mano limpia. Nadie se atrevería a dudarlo. La escena era tan exacta, tan precisa, que temblé al observar esa descompuesta envoltura mortal.

Mi cuerpo era una marioneta sobre la silla giratoria...

Una culebrilla sanguinolenta descendía de mi sien, marchitándose. Mi boca, entreabierta; los dientes, oxidados.

Sostenía la pistola pavonada calibre 38. Las cachas nacaradas devolvían brillos tornasoles, angustias tornasoles. El cuarto olía a pólvora, a quemado, a suicidio...

Ahora yo era energía; pura y simple energía que podía entrar y salir, o fundirse en cualquier momento con esa luz lechosa que reptaba hacia mí. Estaba a punto de pisar sobre ella cuando escuché un quejido, muy leve. Una especie de murmullo me detuvo, reacomodé mi todo y ahí estaba ese hombre, copia fiel de mí mismo.

El otro José Luis Vasconcelos se veía consternado, observaba a su doble muerto. Cuando intenté dirigir mi energía hacia él, el tipo diferente pero igual se levantó del sillón y fue hacia el escritorio. Pasó a un lado de mi cadáver y abrió las ventanas.

Un soplo bienhechor entró desde la calle. Entonces el sosías se agachó sobre mis despojos. Con cuidado me quitó la pistola y se la guardó en la bolsa del abrigo. Después acarició cariñosamente mi rostro, réplica fiel del suyo.

Limpió mi cuello de las costras de sangre seca y, cuando consideró que era suficiente, me acomodó de tal forma que pudo cargarme sobre su hombro. Se incorporó, con algunos esfuerzos; enseguida me arrastró hacia el sótano.

Sudaba copiosamente cuando terminó de meter mi cuerpo dentro del horno que mi padre utilizaba para quemar basura. Luego inició la cremación.

Regresó pensativo al escritorio; mientras, yo lo observaba. Mis partículas chocaban una contra otra en su afán de no perder ninguno de sus movimientos. De no haber sido yo el otro, hubiera jurado que éste era el mejor imitador que me había representado.

Descansó en el sillón y, por las expresiones de su rostro, entendí que debía sufrir mucho. Encendió un cigarrillo y lo fumó lentamente. El humo me traspasaba y cada parte de mí ser, de lo que era, estaba desconcertada.

De pronto, el nuevo José Luis Vasconcelos se incorporó y fue al escritorio, tomó asiento. Extrajo la pistola de la bolsa de su abrigo. La tomó con decisión, cerró los ojos y, con el arma sobre la sien, jaló del gatillo.

Su cuerpo era una marioneta sobre la silla giratoria...

Una culebrilla sanguinolenta descendía de su sien, marchitándose. Su boca, entreabierta; los dientes, oxidados.

Sostenía la pistola pavonada calibre 38. Las cachas nacaradas devolvían brillos tornasoles, angustias tornasoles. El cuarto olía a pólvora, a quemado, a suicidio... JLV

No hay comentarios: