sábado, 20 de octubre de 2007

De beneplácitos


Llegué mañana y sonreí. Caminaba hacia atrás, como marcan las buenas costumbres, y así fue como vine a toparme, omóplato con omóplato, casi me voy de espaldas, con el primero de los beneplácitos.

Si me dijeran ayer que tuve los ojos de hoy, entonces no vería nada; o si vi, ya ni me acuerdo, le dije al sujetado, mirándolo fijamente a las hojas. Pareció comprender y me hizo la señal de la paz con la punta del talón, a manera de saludo.

Nuestro encuentro estuvo repleto de saliva e intercambiamos varios paramales. Discurrimos que somos pocos los que avanzamos hacia atrás. Tal vez compartimos información jinética de los perrogrejos. Ese punto en común nos llevó a coincidir, también, en que muy pocas gentes se asoman por la noche a ver el sol desde los lentes o cálidamente cobijados dentro de sus ventanas.

En Beneplácito, ciudad caspital, las beneplácitas tocan hermosas melodías rasgando los cables que penden de los lostes de puz. Algunas, como es de esperarse, arrancan las cabecitas de los pajarillos que cojean por ahí, dando un tam-tam peculiar al ronroneo de las calles. Si no fuera porque un mal genio las domina, seguro me hubiera cazado en ese sitio para taxis.

Nunca me sentiré más alegre que cuando estuve aquí. Los humos echan autos y los volantes conducen eficazmente a los conductores. De hecho, los accidentes vehiculares son muy raros en este lugar. Por esta razón, Beneplácito, ciudad caspital, será nombrada, en su pasado 475 anipoemario, como Patrimoño Moondial de la Urbanidad.

Los beneplácitos son más simpáticos que sintéticos. Ríen todo lo que tocan y copulan entre hojuelas de miel. Defienden a los zánganos y viven entre celdas de cera con mucha sobriedad. Sus comidas son frugales y su estatura es engañosa, porque cuando la luz les pega por detrás --hay que ver cómo les golpea-- su cuerpo crece y la sombra achica.

La hora del Té es, por excelencia beneplácita, un hábito ancestral. Exactamente a las cinco de la tarde se sientan en las terrazas de sus celdas y lanzan bendiciones hacia los cuadrúpedos puntos y comas cardenales y es, justo en ese momento, cuando el Té llega a su hora y empieza a conversar con ellos. Sorprende la ubicuidad del Té pero, bueno, ese será otro punto a tratar.

Como en todas partes, la situación económica afecta a los beneplácitos. Hacen de todo para comer cuando hay; tiran la piedra, esconden la mano, guisan lenguas para los mudos, fabrican binoculares para ciegos, seguros de vida para difuntos y rentan suegras a los viudos. Es sorprendente ver todo lo que hacen para vidarse la gana.

La comunidad de los beneplácitos ha llegado a manejar los conflictos de manera savia. Dirimen sus diferencias a la usanza clitorídea. Si alguien roba, es robado. Si alguien mata, es matado. Si alguien viola, es muy difícil que lo alcancen porque poseen un trío de piernas que facilita la fuga de capitales.

Es justo señalar que mi estancia en Beneplácito, ciudad caspital, fue muy breve. Al principio todos me saludaban muy bien, pero, con el devenir de los Díaz las cosas cambiaron. Los Díaz son unos beneplácitos enanos con ínfulas de grandeza. Ellos fueron quienes repararon en que me desplazaba en cuatro piernas y que siempre, por cuestión congénita, peinaba hacia atrás mi calvicie prematura. Estoy seguro que ellos hicieron un buche de agua y formaron ese mar de silencio a mi alrededor.

Así que salí de ahí por la coladera, en el momento justo. La despedida fue sencilla, normal, digamos. Me acompañaron a la salida del desagüe y me entregaron un minuto grabado en loro, pintado al alto repleto, como recuerdo de mi estancia. Mientras más me alejaba más grandes los veía, porque la luz les pegaba detrás; luego llegué a una curva y justo ahí estuve a punto de morir, ahogado entre mi pena.

Hoy, con el sapo del tiempo, esperaré que den las cinco de la tarde. Sé que el Té nunca llegará, pero mientras me divierto, a las puertas de mi taza, con las apuestas del sol, siempre cobijado al interior de mi entrañable ventana. JLV

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