sábado, 4 de agosto de 2007

Carta para la que huyó con El Hombre Elefante


Querida:

La cabeza no me duele por las presiones de la vida. No. Me duele de amor. Estoy harto de amar. Adoro a una mujer con los ojos al revés —o sea tú— y la sangre fluye hacia mi cerebro como llanto de plañidera sobre un féretro. Y es que ya no sé ni lo que siento. Antes decía: Estoy enamorado. Y ya sabía las consecuencias que ese malestar me traería.

Durante una temporada me dio por ingerir bebidas embriagantes y dos nembutales, pero no fue suficiente. Posteriormente acudí con un afamado psicólogo que de inmediato reconoció mis síntomas y me canalizó con un proctólogo, pero fue inútil.

Desesperado porque nada me aliviaba decidí acudir con un sacerdote chichimeca que me arrancó el corazón con aquel imponente cuchillo de pedernal. Después de reposar sobre su piedra de los sacrificios me levanté, si puede decirse, rejuvenecido.

Por breve tiempo mis males sanaron. Tuve relaciones, lo confieso, amistosas con algunas féminas de muy buen ver y me mantuve impasible. Nada parecía alterar mi flujo sanguíneo y mucho menos remover mis viejos penares. Entendí que los males de amor son males del corazón. Silbé de contento porque me había liberado de una losa que detestaba cargar.

Hasta que un día tropecé contigo. Tenías las orejas gachas y demasiada pelambre, en ese entonces, para mi gusto. Tu manera de hablar me recordaba los cánticos gatunos de las azoteas. Cuando entornabas los ojos algo latía en mi pecho pero pensé que podían ser mis pulmones que estaban cada vez más llenos de humo.

La ocasión aquella en que me besaste empecé a sospechar que el remedio chichimeca había sido un rotundo fracaso. Tu lengua de lija se dio a la tarea de limar la mía con paciencia de cerrajero. Creo que en ese momento el amor, maldita sea, tocó de nuevo a la puerta.

Traté de evitarte pero me era imposible. Tu pierna siempre me inquietó. La deseaba, para ser preciso. Y es que tenías una manera inolvidable de balancearte, impulsándote con esa inquietante extremidad inferior parecías flotar entre las muletas de madera oriental. Miraba los músculos firmes de tus brazos y la candorosa sonrisa que me dedicabas cuando te ayudaba a cruzar la calle. Eso no lo borrará nada ni nadie.

La cabeza me duele de amar porque te pienso a diario. No me importa que hayas escapado de mí. Haré caso omiso de las habladurías y perdonaré tus fallas. Es más, estoy dispuesto a compartirte con el hombre elefante; ese que te robó de mi lado aquella tarde de agosto. No protestaré. No habrá recriminaciones.

Regresa.

Todo lo encontrarás como lo dejaste. Tus lentes de contacto están en sus recipientes con líquido. La dentadura postiza que tanto me asqueaba la cepillo diariamente para que puedas utilizarla apenas llegues. He comprado una prótesis para que dejes esas muletas y podamos caminar por nuestras calles.

Vuelve a mí. Quiero sentir en mis manos esa pelambre sedosa que cubre tu cuerpo.

No seas así. No me dejes pensar que el amor es un horrible pensamiento, porque he tenido el impulso de acudir al gabinete del doctor Guillotine y colocar mi cuello en su filosa cuchilla para que me decapite.

Estoy harto de pensarte, porque las pocas neuronas que aún me quedan sólo existen para recrear los instantes que disfrutamos juntos. Sé que he cometido errores. Espero que puedas perdonar mis malos humores, pero un traficante de órganos como yo jamás se tienta el corazón (y menos si le fue extirpado).

Pero de una cosa estoy cierto. No sólo mi pensamiento está consagrado a ti. Eres una larva y, estés con quien estés, tu nido está en mi alma. JLV

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