viernes, 27 de junio de 2008

Atila siempre y de noche


Para el Sax (q.e.p.d).



La tos de nuevo. Un ataque fuerte y ruidoso. El gusano debía estar creciendo.

-¡Silencio pinche viejo!, gritaron los vagos. ¡Silencio Atila o te partimos la madre!

-¡A callar a su puta madre!, les respondió.

El silencio fue el primero en llegar para ver qué ocurría. Luego alguien pateó una lata. Pequeños murmullos se fueron acercando valentonamente. Carrerillas lentas y torpes. Un perro ladrando detrás de una puerta.

Quería ver quién andaba por ahí, pero sólo sintió un duro golpe en el rostro como una baño de agua tibia. Un vaho caliente corrió bajo su piel mientras se derrumbaba, igual a los extras de cine que caían como moscas en las películas de blanco y negro.

Cerró los ojos y ahí estaba el televisor encendido. No había nada ni habría nada. Ésa era su caja de luz. Con su permanente e innecesaria discusión de moscas, centenares de insectos zumbando dentro del aparato. Una plaga, pensó. Adoraba su vieja Philco, tan grande y bien portada. En algún momento, muy remoto, debió cumplir con su función al pie del cañón. Hoy mostraba nubarrones blanquinegros que dejaban escapar zumbidos de avispero.

Sobre la mesa, muy cerca del borde, estaba un vaso con alcohol del 96. Le recordó al bravucón de pelo en pecho que siempre llegaba a jeringar a “La Cueva del Peludo”. La pantalla del televisor se reflejaba deformada y empequeñecida en la superficie del vaso, sobre el acechante bravuconcito con alcohol cuajado de nada. Intentó tomar el vaso pero cayó su boina grasosa, olorosa a brillantina. Se inclinó para levantarla, con la pericia del ebrio que evita el contacto con el aire y se recuesta sobre el suelo bienhechor. Ni siquiera en los peores momentos de ebriedad soportaba que su calva lechosa quedara a la intemperie.

Una tufarada de licor mezclado con olor a muerto brotó de su boca entreabierta. Sintió ardor en esa lengua agrietada y seca. El esfuerzo había sido demasiado. Encajó su boina sobre las ideas terriblemente revueltas. Su cabeza a punto de estallar. No podía entender cómo es que el licor adulterado había subido de precio a casi el doble. Discutió con su proveedor. Ambos recurrieron a diversas formas para ver quién vencía a quién. Nada ocurrió. Con tristeza observó cómo esos gramos de lucidez iban a parar al cajón de aquel hijo de perra.

Y tenía que ser en sábado, pensó. Las putas deambulaban olorosas y festivas. Se reían al verlo, pero cuando su mirada las tocaba fingían hablar de cosas interesantes. Masajeó su frente. Debió pegarse un manotazo en una de sus idas al mingitorio de “La Cueva del Peludo”.

Sin dinero y más sediento que nunca tuvo que saludar a viejos parroquianos. Eso le molestaba. No era muy agradable que los demás supieran que andaba sin un pinche centavo. Esos tipos eran bebedores domesticados. Una, dos cervezas, mucha plática y después a dormir en sus camas rechinantes al lado de sus mujeres tiesas. Ellos evitaban su contacto las más de las veces, si acaso un saludo esporádico. Sabían que bajo esa boina vencida estaba un perro que mordería sus bolas si lo atacaban. Notorio era ver que su paso les irritaba como la sarna a los zapatos recién lustrados.

Así que saludó; ellos le invitaron. Bebió a sus costillas durante una o dos horas. Veía sus rostros rojizos. Las manos bien cuidadas. Luego observaba sus uñas negras y juntaba las rodillas. Quería beber, sólo beber, mientras daba de golpecitos al suelo con sus zapatones de payaso.

- Eh, muñeco, Atilano, no te duermas, le dijeron.

- No, no lo haré, el sueño es para putos, espetó.

Llegó a su casa repleto de una pesadez inusual (soportaba más licor que cualquiera de sus contemporáneos) lanzó un eructo que hizo vibrar los cristales de las ventanas. Sonrió estúpidamente. Cómo cambian los tiempos. Cuando era joven y el cuerpo le respondía podía lanzar eructos sonoros que sacudían las más buenas conciencias. Eructos, pedos, salivazos. Quien se tira un pedo al aire se pedorrea a sí mismo, pensó. Recordó a Anteo. Casi lo vio flotar, mover sus pies en el aire. Patalear. Las ranas del laboratorio pataleaban. Sus ancas blancas y brillosas, como de plastilina aceitada. Qué asco. Era el mejor eructador. ¿El mejor?¿Alguien puede enorgullecerse por emitir ruidos asquerosos? A la mierda. Él estuvo orgulloso de eso. Sus amigos también... Algún día, alguien escribiría la historia de los eructos, si ya estaba impresa la historia de la mierda.

La casa es un cascarón y yo la yema, decía con frecuencia. Recobró algo de lucidez. Observó la hora en su reloj la hora: 4:30 de la mañana. Tosió y la garganta se cuarteó una vez más. Ya no le agradaba esa tos de fumador que paulatinamente se acomodaba en el interior de su pecho como gusano barrenador. El gusano requería espacio porque crecía. Un día depositaría huevecillos y éstos buscarían lugares para guarecerse y crecer y crecer hasta reventarle a mitad de una fiesta o de una ceremonia religiosa.
A saber... Encendió un cigarro.
El humillo se elevó como espíritu de bruja que se deshila para buscar donceles. Las brujas toman formas diversas. Se deshacen para no ser atrapadas. Se incorporan a algo deshaciéndose, uniéndose, mimeticamaleonándose como decía la jorobada tatuadora de vergas.

Más conciente que antes se llevó el vaso con alcohol a la boca. El trago le coció la lengua. Sintió como el licor penetraba por esas estrías secas. Luego con cierta nostalgia dio otra chupada a su cigarro. La luz lechosa del televisor era un buen tranquilizante. Más a tono con su estado. A quién interesaba si amanecía sobre esa silla de mimbre (tan vieja como sus ganas de coger).

“Quiero salir de este huevo de adobe y calicanto”, pensó. Trató de incorporarse, torpe y burlón. Se vio a sí mismo desde las alturas de la inconciencia. Un hombre viejo, torpe y ebrio. Empezó a silbar mientras se dirigía al baño. Ese lugar sí es un buen refugio. Un edén pacífico en donde, si la fortuna es pródiga, podría aparecer un recuerdo lujurioso, pretexto para las artes del sube y baja y lanzar por el retrete su tributo a la vida. También podría ocurrir que una alfombra mágica saliera del retrete, se pusiera bajo sus pies y lo elevara a mear sobre la tierra. Obviamente sus primeros ataques serían sobre los domesticados... El baño es una caja de sorpresas. Una cajita de fósforos que encierra olores y pensamientos.

Salió del cuartucho de baño con sonrisa de adolescente primerizo. Todo en penumbras. La oscuridad estaba tras las paredes, esperando algo, acechando como todas las noches. Dentro de su casa la penumbra era la reina. Pisaba con cuidado, aún conservaba esa tina metálica repleta de orines viejos con el patito de plástico flotando ahí para siempre. Era una señal o una especie de trampa para los casi nulos visitantes que podían llegar a importunarle alguna que otra noche.

Tomó el viejo abrigo de sus caminatas, en realidad era el único, pero era como una segunda sombra y había que cogerle con respeto. Salió a la calle.

Hacía frío. Un airecillo helado y cosquilleante le pellizcó los testículos. Juntó fuertemente las piernas, las rodillas, estuvo así un momento y luego echó a andar. Se cubrió el rostro con el cuello del abrigo y su rala pelambre escapaba bajo la boina como patas de arañas.

La tos de nuevo. Un ataque fuerte y ruidoso. El gusano debía estar creciendo.

-¡Silencio pinche viejo!, gritaron los vagos. ¡Silencio Atila o te partimos la madre!

-¡A callar a su puta madre!, les respondió.

El silencio fue el primero en llegar para ver qué ocurría. Luego alguien pateó una lata. Pequeños murmullos se fueron acercando valentonamente. Carrerillas lentas y torpes. Un perro ladrando detrás de una puerta.

Quería ver quién andaba por ahí pero sólo sintió el golpe en el rostro como una baño de agua tibia. Un vaho caliente corrió bajo su piel mientras se derrumbaba cómicamente, igual a los extras de cine que caían como moscas en las películas de blanco y negro.

¡Arriba el culo y las nalgas, hijos de la chingada!, gritó y los últimos vapores de la borrachera le protegieron del dolor. Las patadas le llovieron por todo el cuerpo. Apretaba las piernas; las rodillas, sobre todo. Los codos detenían los golpes que iban directo a su rostro. Una bota le partió la oreja y los párpados se le hincharon de tanto acariciar punteras.

La golpiza fue sustanciosa, pero moderada. Había recibido peores. Los jóvenes de hoy no saben patear, pensó mientras mordía sus labios para contener otro ataque de tos.

Después los pasos se fueron alejando entre las carcajadas y las mentadas de madre.

La oscuridad se hizo menos pesada y la penumbra de su casa salió a la calle. No había por qué alarmarse si aún podía quedarse tirado sobre ese piso que ya no estaba frío. Serían tan sólo unos minutos, o lo que fuera. No había prisa. Sus carnes lloraban, los huesos también. No tardaría en amanecer.

Pensaba que apenas pudiera ponerse de pie iría directo a “La Cueva del Peludo”. No faltaba mucho para que amaneciera y ese lugar abría justo cuando las venas se enroscaban pidiendo más licor. Mientras tanto charlaría con la jorobada que adivinaba el futuro a seres de universos paralelos. Sabía que la encontraría patiabierta en la fuente de Santa Catalina, con talismanes regados por el suelo y practicando el monólogo eterno de bienvenida a las instancias superiores de falos luminosos que bla, bla, bla...

Y no es que fuera su último recurso, bien podría regresar como hijo pródigo a su silla de mimbre y unirse al zumbido de avispero de la vieja Philco. Pero en esos momentos necesitaba algo de afecto y la jorobada, a pesar de su ebriedad y locura, siempre lo recibía con un abrazo cálido, de hermanos. Lo quería mucho, más cuando llegaba golpeado, y estaba deseoso de escuchar, por milésima ocasión, de cómo el padre de la contrahecha le obsequió, cuando ella cumplió quince años, al enano de pene descomunal para que se lo tatuara.

Un animalillo cubierto de sarna se acercó para lamerle el rostro cubierto de sangre seca...

- Ve a lamer a otro muerto, hijo de perra, murmuró mientras se hacía ovillo sobre el pavimento. JLV

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