sábado, 15 de diciembre de 2007

Dromaius novaehollandiae


Mientras contaba las rayas del tigre sentí que había llegado el momento de las confidencias. Tigre no estaba de mal humor ni gruñía. Confiado en que la tarde era templada y que el instinto felino había quedado muy atrás, comencé a platicarle.

Le dije que antes de que las calles tomaran su camino, y justo después de que los insomnes iniciaron sus excavaciones, mi cariño por esa emú brotó como una miel ancestral. No me pregunte por qué vine a enamorarme de una Dromaius novaehollandiae. ¿Alguien sabe por qué los ríos corren hacia el mar?

Tigre me observó detenidamente. Luego lanzó un gruñido de aburrimiento.

Por un momento pensé que empezaría a devorarme, pero me sobrepuse a esa primera impresión y continué mi confidencia.

Esa emú, ahí donde la ves, le dije, es extraordinaria. Su linaje se pierde en la memoria. Sus grandes ojos ofrecen discursos inagotables que no fatigan ni a los mandriles. Su plumaje es extraño, tosco y poco atractivo a la vista, pero eso no importa tanto porque el amor nos regala un paño para limpiar los pequeños defectos del ser amado.

Tigre soltó otro gruñido.Colocó su enorme garra sobre su oreja derecha y dejó escapar una flatulencia. Sus bigotes tensos vibraron con nostalgia.

Mi cuenta de sus rayas rebasaba la centena y aún no me sentía agotado. No sabía para qué debía contar esas franjas negruzca. Las rayas del tigre. Qué cosas. Hasta el mismo felino me dijo que, en una ocasión, intentó contarlas por cuenta propia, pero se infirió severos rasguños porque sus garras no estaban hechas para cosas así.

Dejé que descansara un momento. Guardamos un silencio cómplice y cada uno escarbó en sus propios pensamientos.

Sentí un leve temblor cuando recordé aquella mañana en que mis manos tocaron el estilizado cuello de mi emú. Sus piernas fuertes y largas. Ese cuerpo extraño como de nuez con periscopio flotando torpemente sobre la llanura. Tal vez esa grotesca versión de la gracia fue lo que me hizo amarla hasta la saciedad.

Nunca me importó el qué dirán. Ni las burlas de los ornitorrincos, menos los parloteos del perico. Oí ladrar a los perros y los ignoré. Mi amor por la emú no sabía de habladurías, ni de murmullos.

El tigre pareció comprender que mis confidencias habían llegado a su fin, porque se tiró en el suelo como un gato dispuesto a dar rienda suelta a la holganza.

La tarde empezaba a perderse por donde la noche brotaba. Las sombras, esas confidentes magistrales, formaron manadas de emúes corriendo sobre los muros y me llené de una plenitud extraña.

No me importó sentir la tarascada sobre mi cuello. Tampoco me interesó que el guardián del zoológico lanzara alaridos histéricos. Acomodé mi cabeza sobre la almohada repleta de las plumas de mi amada Dromaius novaehollandiae, mientras un suave sopor me arrastraba hacia la aguada y negruzca pupila del tigre. JLV

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