martes, 16 de octubre de 2007

La herencia de Caín


Algún ciego vidente dijo que en las comarcas más pobres es donde la maldad florece con mayor plenitud.

En este villorrio, donde el verde es moneda de cambio y el azul es la sonrisa con que nos alivia el silencio, se sabe que las hordas del crimen organizado cabalgan sobre las bestias negras de la masacre y la desolación.

Los cárteles disputan territorios y arrojan migajas a sus siervos. Compran conciencias, siembran la duda, lanzan a hermanos contra hermanos.
Sus sicarios, bien amaestrados, se avientan como perros sobre guardianes temerosos. Los repartidores de periódicos son blancos inmóviles que sucumben bajo las ráfagas de la metralla.
Nadie puede hablar

Hará cosa de unos meses que otras jaurías violentas abandonaron las plazas, atrios y jardines. La gente comenzaba a salir de sus casas a respirar el aire de una libertad que nos habían robado.
Aún hay cenizas donde hubo retenes. Los resentidos amenazan con volver a las calles para encender fogatas, talar árboles y crear aduanas sobre esqueletos de refrigeradores, llantas viejas y lavabos.
El humo y sus legiones cayeron como langostas sobre las calles de cantera. Algunas mujeres colocaron banderas blancas sobre los quicios de sus puertas. Las madres se encargaron de lavar las paredes teñidas con sangre de cordero.
Los viejos saben que el Gigante Egoísta es en realidad el Ídolo de Barro que ofrece de comer sobre su mano a las bestias y pisotea a quienes se atreven a saltar la tapia del jardín herrumbroso que le alberga.
Nadie recuerda ya al joven de la motocicleta que fue decapitado por un cable tensado entre dos postes. Ni quien ofrezca una palabra de compasión a su viuda o un dulce a su huérfano.
Todos somos Atila.

La última mirada se perderá siempre entre las nubes; nunca sabremos que se llevó en la córnea el policía que fue descalabrado por los manifestantes, ni el recuerdo final del mecánico que fue abatido a tiros, afuera de una clínica particular.
La Bestia se lava con la sangre.

Nadie podrá olvidar al junior que asesinó a los pequeños hermanos de su novia.
Las piernas de la nación se desmoronaron, mientras el oro refulgía entre la sonrisa del padre del criminal.
Algunas mujeres lloran en las esquinas, otras se santiguan.
Una anciana teme que la respiración del asesino penetre el aire que inhalamos.

Nada ha cambiado desde Caín y Abel.
Eran 777 criminales quienes pretendían subir al Arca antes de que las fieras que permanecían en tierra los aniquilaran.
Lo sé. Mientras tanto el camaleón masticaba los gusanos que salían de las granadas que llevaron las nueras de Noé.

La antropofagia cabalga de nuevo.
La última pareja del “Caníbal de la Guerrero” suelta la sopa. Dice que su ex amante era adicto al alcohol, a las drogas y, además, practicaba la magia negra.
En la casa del presunto antropógago descubrieron manuscritos, películas de asesinos seriales, fragmentos de memoria, costillas entre hojuelas de maíz, glúteos al mojo de ajo sobre la sartén y un ojo mordisqueado sobre una tortilla olvidada.

Hoy de nada sirve rezar.
Varios niños juegan con sus bicicletas. Alguien, desde ese negro edificio, los observa detrás de las persianas... JLV

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