miércoles, 8 de agosto de 2007

La anciana de la iglesia



La anciana de cabello escaso y boca desdentada aguarda en el atrio de la iglesia. Es tan frágil que temo que los aleteos de las aves puedan tirarla de esa fea sillita.

La vieja tiende la mano, espera monedas que distraigan sus recuerdos. Todo pasa tan rápido: el cabello de las chicas, vaivén de globos, cambio de luces del semáforo. Y ella está ahí, con la mano extendida en esta ciudad de piedra, en una plaza verde donde es mejor lanzar migajas a palomas que ayudar pordioseros.


Ve que me acerco, mete la mano dentro de sus raídas medias de seda, a la altura del tobillo sucio, como si fuera a extraer un cuchillo. Pero no, no podría atacarme con nada. Saca una cuchara de peltre, una vieja cuchara, y la pone frente a mí —ambas tuvieron algún día bueno, ahora me reciben con esa mueca desportillada y evitando que me acerque más—, como talismán contra el maligno.


Me detengo. Doy un paso atrás. Nadie me ha visto. Finjo mirar el semáforo de ojo verde, no sé a dónde ir. Avanzo dos pasos con mi vergüenza, dejo caer la moneda en la triste bolsa de mi gabardina. JLV

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