lunes, 8 de diciembre de 2008

El periplosaurio


Navegante, si a medio océano miras un remolino que susurra o un volcán con forma de nabo que regurgita, huye; aférrate al timón y escapa, porque puede ser el último día de tu vida.
El periplosaurio carnívoro del Indostán —también conocido como periplo rex indostano— es pariente lejano del tiranosaurio pero, a diferencia de éste, es cien veces más grande y de su cerviz emerge un cuerno de talla señorial.
En tierra, causa calamidades a su paso; en las aguas, verdugo de embarcaciones —Ulises vivió para contarlo—. Su cola, larga como muralla, funge como enorme mazo y de sus heridas brotan ríos de bilis negra.
Los arqueoptérix, rivales acérrimos, devoraban con fruición sus restos, explica Horatius Nicomedeus, quien detalla las características del animal en el undécimo volumen de Incredibles Creatures (Bönn, 1565).
"De día, su mirada era tierna, subraya Nicomedeus —y colige que su cerebro debió ser mayor que una trufa—. Por la noche, sus pupilas resplandecían como faros y confundían a pilotos experimentados que bordeaban desde direcciones opuestas.
"Gusta de atacar naves de gran calado que retornan de extenuantes travesías; emplea apenas la punta de su pitón y las quiebra como nueces", apunta.
Hiberna en el polo norte y la punta de su cuerno asoma como iceberg descomunal —el Titanic puede dar cuenta de ello—. Cuando recorre aguas templadas, las crestas de su espinazo se deslizan como cordilleras dóciles que van tras el sol que muere en el océano.
Muchos quisieron atraparlo y cayeron en el intento; otros, al verlo, perdieron la razón. Uno de los argonautas juró ante la tumba de su madre que sobre el lomo de la bestia temblaban islas andrajosas y, sobre éstas, gigantescos lobos de mar aullaban a la luna. JLV

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