miércoles, 14 de mayo de 2008

Abuelita de Batman


La abuelita de Batman era una anciana dulce. Su cabecita de algodón parecía un cotonete Johnson con pilas Duracell. Le gustaba salir a pasear y utilizaba su Harley-Davidson porque desconfiaba de la estorbosa batimoto. Sentía la caricia del viento cruzar vertiginosamente entre los pliegues de su rostro. Entrecerró los ojos detrás de las conchas negruzcas de sus Ray Ban...

Ciudad Gótica era, a esa hora, la garganta del diablo.

En realidad que su nieto fuera un super héroe le tenía sin cuidado. Bien pudo haberse convertido en un millonario holgazán y bueno para nada como su hijo (que en gloria esté). Pero no. Tenía que vengar la muerte de sus padres. Amaba a Brunito, así le decía, porque a pesar de su carácter introvertido y sangrón tenía esa mirada tan dulce de perro chihuahueño que la desarmaba.

Era innombrable secreto familiar que el viejo mayordomo, en épocas pasadas, había calentado sus sábanas en noches heladas, razón por la que continuaba al servicio de la familia.

Las cosas de la edad habían hecho del viejo Albert, por momentos, un peligro esmirriado. En ocasiones, cuando servía sopa de murciélago la vertía sobre el amanerado Robin. Otras veces, planchando el traje del super héroe, llegaba a quemarle con la batiplancha. Pero la abuelita de Batman siempre encontró la manera de defenderlo y de mantener su escuálida imagen paterna en la mansión del nieto. Y es que si lo hubieran visto años atrás, recorriendo su cuerpo rollizo y pecoso, también le habrían calificado de máquina sexual.

La abuelita de Batman desayunaba en la cama. Le encantaba observar la televisión. Sentía, muy en el fondo, un orgullo inmarcesible cuando mencionaban en los noticieros de Ciudad Gótica las hazañas de su nieto. Después de todo no era tan malo tener un gladiador en la familia.

Pero el Joven Maravilla le inspiraba desconfianza. Nunca envejecía y no crecía de tamaño. Con su cutis de modelo de Helena Rubinstein y siempre pegado a la capa del Murciélago. Esa relación le hacía despertar sospechas porque, después de todo, le hubiera encantado cargar a los murcielaguitos de su nieto. Pero, quién era ella para juzgar a Brunito. Total, lo mismo se rumoraba del Pingüino o del Guasón.

Extrañaba los días en que solía salir a caminar por el campo, en sus días de juventud. ¿Días de juventud? Pero, momento, ¿es que alguna vez había sido joven? Hizo esfuerzos y recordaba como entre brumas un rostro joven que, a mayor esfuerzo, se iba definiendo. No era ella. Era Batichica. Bueno, pues entonces qué carajo ocurría. ¿Siempre había sido vieja? ¡Toda la vida fue la abuelita de Batman? ¿Y sus relaciones entreveradas con Albert? ¿Máquina sexual? Esas palabras nunca las diría ella. Qué pasaba aquí...

Una profunda angustia le embargó porque cayó en la cuenta de que su mundo era unidimensional. Todo parecía indicar que su destino estaba escrito por un desconocido superior que se empeñaba en dejarles a ella y a su nieto y a los malos y buenos dentro de un círculo vicioso, donde lo único que cambiaban eran los pretextos para pelear. ¿Por qué los enemigos de su nieto morían y volvían de la tumba peores que antes?
Y ella, ahora se daba perfecta cuenta, tenía las mismas arrugas de siempre en el mismo lugar. El mismo pesado medallón sobre sus carnes rollizas. Los mismos arbustos bajo su balcón...

Se incorporó de la cama y observó su rostro de anciana bondadosa. Con su cabellera de micrófono de los años 80 y su boca pequeña coloreada con carmín de un rojo pantone Warm Red. Lloró y la tinta se corrió por su mejilla rosada, inusual para una vieja que debería tener el rostro cubierto de pecas. Su largo camisón se plegaba como una mancha y no como los vaporosos atuendos que imaginó utilizar cuando sometía al mayordomo. ¡Lo sometió? ¡Pero si todo parecía indicar que en su mundo la pasión era sinónimo de ausencia! ¡Todos parecían productos de la generación espontánea!

Nada era cierto.
Todo parecía estar hecho en apartados. En cuadros independientes que mantenían una hilación, una cierta coherencia, pero sin esa chispa que permite a otros cometer errores y levantarse y caer nuevamente.
Ahora entendía que ella debería estar muerta y que el Joven Maravilla bien podría ser un anciano. Por eso no envejecía y era ingenuamente estúpido, brillante y servicial.
Y su nieto, con esa mirada de chihuahueño, abstemio siempre. Fiel a sus convicciones y presa favorita de mujeres, presumiblemente fatales como la Hiedra o Gatubela. Con esa obsesión por defender lo indefendible. A una ciudad que le daba la espalda y que bien podría alabar a otro guardián.

Todos con destinos funestos. Con antecedentes trágicos. Como dibujados por dedos maniqueos. Sí, dibujos. Pequeñas viñetas estancadas en lo mismo. La vieja casona. Las sorprendentes perspectivas de una ciudad que duerme y una silueta de murciélago que la resguarda. Las lunas enormes y tan circularmente perfectas. Los trajes de etiqueta que nunca cambiarían de estilo. Ese manejo obsesivo por lo oscuro, por lo negriazul. Por sostener un orden acartonado y caduco.

Aunque, a decir verdad, algo había cambiado. Antes su nieto era un dibujo de un hombre normal disfrazado. Ahora se le veía más atlético. Sus rasgos marcados. Sus músculos parecían perfectamente aceitados. Lo mismo ocurría con Robin, ahora lucía más varonil y fuerte. Su personalidad de adolescente asexuado había desparecido. Qué cosas.

No obstante, no era dueña de su destino. Y eso, para la abuela de un superhéroe, era insoportable. Tomó asiento en el borde la cama, cubierta con esa colcha satinada de los 60. Pensó o imaginó. Ni ella lo sabía. Luego se levantó. Se vistió y fue hacia el cobertizo donde guardaba su Harley. Dejó el casco protector a un lado. Mientras calentaba el poderoso motor tuvo la intención de dejarle una nota a su nieto. Quiso advertirle de las cosas que había percibido y decirle que no eran más que seres creados por una mente retorcida que cubría, de alguna forma, ciertas necesidades de otros utilizando símbolos, señales, sueños y deseos pero que, en realidad, no existían.
No había nada entre un cuadro y otro, sino un espacio breve entre dos líneas negras.
No lo hizo, arrancó en su motocicleta hacia la puerta. Albert la miraba desde la ventana y trazó una señal imperceptible, como de despedida, mientras llamaba a su patrón por el baticelularvideodigitaltetradimensional...

La abuelita de Batman era una anciana dulce. Su cabecita de algodón parecía un cotonete Johnson. Le gustaba salir a pasear, y utilizaba su Harley-Davidson porque desconfiaba de la estorbosa batimoto. Sentía la caricia del viento cruzar vertiginosamente entre los pliegues de su rostro. Entrecerró los ojos detrás de las conchas negruzcos de sus Ray Ban y, justo cuando estaba a punto de llegar al precipicio, observó el guante de su nieto que le sostenía de la mano. Luego se sintió elevada por los aires.

Ciudad Gótica era, a esa hora, el diablo en la garganta.

Mientras ascendían, fuertemente atados por la baticuerda, hacia el baticóptero, la abuelita de Batman observó los ojos de chihuahueño de su nieto y entendió que no tenía escapatoria.

Ya no intentó nada. No moriría y, tal vez, para la próxima aventura olvidaría lo que atisbó en ésta.
Quiso llorar, pero prefirió ver cómo una mano enorme trazaba con maestría la palabra CONTINUARÁ... JLV

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