jueves, 27 de marzo de 2008

Prolífico


Mis hijas son diez pero parecen veinte. Cuando las llevo de paseo siempre piden cosas con exageración: Helados, cometas, globos, malteadas, algodones azucarados, etc.
Deseo darlas en matrimonio a la brevedad. Reconozco que son muy jóvenes pero mi abuela, que en paz descanse, casó a los catorce años.
Cuando mi esposa dio a luz asombró a mi terruño. Se habían dado casos de quintillizos o sextillizos, pero mis decallizas tambalearon a los escépticos más recalcitrantes.
Recuerdo bien que en la sala de espera del hospital platicaba con don Nutria, finísima persona, y me comentaba que los vástagos son bendición divina. Coincido con él. Creyente de milagros, como soy desde hace años, sólo espero entregarlas a varones bien nacidos.
Cuando salimos a la calle la gente nos observa. Yo, en su caso, haría lo mismo. Somos un espectáculo y me siento como domador que lidera el avance de una fiera repetida diez veces.
Atiendo su crecimiento y las consecuencias de su desarrollo. Tiemblo al pensar que un día las fuerzas me falten y ellas, inocentes, queden expuestas a las maldades del mundo.
Mis hijas son adorables. No me puedo quejar. Arrumacos y caricias me prodigan sin cesar. No hay padre más amado en la tierra. Aunque me hago a la idea, sé que sufriré con su partida.
Detesto convertirme en un nonagenario solitario más. Creo que ha llegado el momento de procrear nuevamente. JLV

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