sábado, 13 de octubre de 2007

Los caminos de la vida


Mi pasión por las botas data de aquellos días en que solía, en compañía de mis vecinas, excursionar por nuestro cerro de San Felipe, tan verde y preciso.

No digo que sea un conocedor de botas. No, para nada. Sólo llego a una zapatería, observo cuidadosamente y entonces detecto las que a mí parecer serán las adecuadas. Eso me pasó con las botas negras.

Se veían tan bellas, lustrosas. La suela gruesa, buenas agujetas, piel fuerte. Eran impresionantes, como una locomotora saliendo del túnel.

Por el uso llegué a quererlas. No es que anduvieran por donde quisieran ni que me ayudaran a cruzar reinos en un dos por tres. No. Nada de eso.

Era algo más, cómo decirlo, una especie de relación fraternal, si el término se ajusta. Desde que introducía mi pie dentro de ellas sentía una cálida bienvenida. Un acogedor recibimiento que me hacía olvidar el rumbo que tomarían mis pasos.

Y así, como si todo fuera miel sobre hojuelas, avanzaba por aquí y por allá. Sin decir nada, sin pensar iré aquí o allá; ellas, por sí solas, tomaban el camino que me llevaría a tu encuentro.

Te apreciaban, y entristecían si no te veían; con la lengüeta de fuera y las agujetas lamiendo el piso si tu ausencia duraba varios días.

O bien, se encaminaban a la zapatería de Soraya la colombiana, donde no sé mediante qué artilugios nos deteníamos por horas frente a la galería de los Bostonianos. Había un par que ejercía un influjo extraño sobre ellas. Los paseantes me veían como loco, porque la alegría de mis botas se transformaba en un interminable tap del asfalto...

Una vez, el Día del Amante, creo, mis botas negras sucumbieron al llamado de la piel y me parece, no me consta, que se relacionaron de una forma íntima y profunda con unos zapatos Domit color vino, edición especial. Finos y duraderos. Con una suela preciosa y olorosa a piel de res fina. Las tapas, mitad naranja-mitad negras, de látex y hule poroso y resistente. Tan bellos que alguien, en el taller de don José el zapatero, los robó.

Meses después, y sin que nadie les auxiliara, mis botas trajeron a este mundo zapatitos y botitas que se formaban por pares a su alrededor. Me dio gusto por ellas pero qué podía hacer para felicitarles, sólo limpiarlas una y otra vez.

Pues nada, ahí voy con ellas que llevaban atrás a sus múltiples descendientes, justo frente al aparador aquél donde estaban esos Bostonianos tan negros y perforados que parecía labrados por gnomos. Mis botas estaban radiantes y en la dureza de los Bostonianos noté un brillo de apagado dolor, una especie de adiós. Mis botas tropezaron, la punta se les abrió, pero rápidamente mostraron compostura y seguimos alegremente por la calle, con nuestro séquito.

Orgullosas se pararon frente a otros aparadores, dieron la vuelta junto conmigo y mostraron sus nuevas crías a zapatos de calle, zapatillas, pantuflas, tenis. Fue hermoso, tan conmovedor ver que las apreciaban tanto que la algarabía de los de su especie causaba destrozos en los negocios.

Mis botas y yo nos fuimos corriendo porque no queríamos resultar involucrados en esos hechos que podían considerarse delictivos. Tuve que cargar a sus crías para no perderlas.

Mis botas negras, no sólo por la edad, sino por las cosas de la vida vinieron a menos. La suela se les gasta y el tacón se vence más de un lado que de otro. Los zapatitos y botitas, que un día tuvieron, crecieron y tomaron caminos distintos. Jamás volvimos a saber de ellos.

La tristeza les embarga y bueno, yo no puedo andar descalzo. Necesito caminar y salir y entonces tuve que sustituirlas por otras que, a pesar de ser de la misma marca y modelo, no son como las otras.

Mucho tiempo duraron arrumbadas por ahí: polvosas, envejeciendo. Muy rara vez las saqué de paseo, tal vez las ignoré demasiado pero cada quien debe hacer frente a su destino. Las llevé al zapatero, intentó salvarlas pero todo fue en vano. No querían quedar bien, se descosían, se despegaban. No querían nada más...

Ayer fui con ellas al centro de la ciudad, tuve que caminar despacio porque estaban tan maltrechas que provocaban molestias en mis plantas de los pies.

Antes de tirarlas quise que vieran por última vez a los Bostonianos famosos. Llegamos y ya no había nada de zapatos ahí, sólo calzado deportivo de formas aerodinámicas y chillantes colores. No soportaron ver ese cambio: la modernidad les cayó encima y ahí mismo quedaron.

Tuve que fingir que me interesaban unos tenis Mizuno con bolsa de aire y me los calce enseguida, para que no se me fuera a inculpar por el deceso de las botas que yacían tiradas a mi lado.

Las recogí cuidadosamente y las deposité dentro de una caja. Antes de lanzarlas al bote de basura recé una oración por su descanso eterno y me alejé a trote ligero por los caminos de la vida, sostenido por estos Mizuno dotados de una extraña sabiduría oriental. JLV

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