martes, 28 de agosto de 2007

Un desastre


El rumor nace de las colinas alejadas, las que están cerca del mar; luego se crece por toda la ciudad. Los medios de comunicación alertan a la gente; después desmienten lo dicho. Las habladurías reptan entre los bares y por último flotan como escupitajos en el techo de los salones de clase.
A pesar del aire de incredulidad que flota en el ambiente las personas se mantienen nerviosas; quizás el destino tenga una misión que cumplir. A decir verdad ya nadie confía ni en sí mismo. Mujeres, niños y ancianos repiten lo dicho en todas partes: “El mundo se va a acabar”.
Las lamentaciones, mentiras y maldiciones se unen de boca en boca como cuentas de collares. Es normal.
Sabíamos que al finalizar el siglo, o a principios de éste —sólo Dios sabe— ocurrirían desgracias. Desde tiempos ancestrales se vaticinaban males, pestes, terremotos, desgracias para todos los pueblos. Además estamos en época de carnavales y los creyentes están mortificados por los pecados que cargan a cuestas.
Los funcionarios públicos acatan su labor y deshojan rumores. Inútil detenerlos, las habladurías avanzan paulatinamente como recuerdos no deseados.
Gentes de todos los niveles sociales comienzan a salir de sus casas, se despiden de sus muertos y se alejan.
Los ricos entierran sus valores más preciados y aquellos de los que no pueden desprenderse los suben a sus aviones o a sus globos aerostáticos. Los clasemedieros se incrustan en autobuses o vuelos charters y tapizan los asientos con bolsas del supermercado y guajolotes.
Los pobres, para no ser menos, viajan con atados sobre sus cabezas por caminos polvorientos; los que no tienen nada corren bajo la sombra de artefactos voladores, detrás de monociclos o de equinos solares para ver si alguien les arroja aunque sea una mirada.

La tierra parecía esperar que la mayoría de los pobladores escapara. Creo que cuando el último anciano cruzó la línea fronteriza con nuestros vecinos del norte, la tierra se desgajó.

Nosotros vimos todo lo que ocurrió, atemorizados dentro de la caverna roja; nos resquebrajamos día a día —miren nuestra piel cuarteada—, flotamos como trocos secos sobre esta isla a la deriva. JLV

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