David Morquecho es casi septuagenario. Todos, o casi todos, somos sus conocidos. A nadie le importa que sea un solitario. Acostumbrados a sus gesticulaciones sabemos que se debate entre recuerdos y mortificaciones. Regularmente es callado, eso no nos intriga; sólo habla cuando alguien se le aproxima.
De postura rígida y voz lenta, mantiene sus piernas juntas. Sus ojos no titubean, ni evaden nuestras miradas, danzan hacia algo que no vemos. Quién puede asegurar si habla o no con los muertos. Luego se cierran como si quisiera guardarse lo que ve muy dentro de sí.
A veces me siento junto a él —separados por una lámina de tiempo— en la banca del parque, justo en la que está frente a la iglesia de las Nieves. No voltea cuando me acerco, sabe que estoy ahí, mueve su índice hacia el frente, como si estuviera a mitad de una plática interminable, y dice:
— ¿Ves esa sombra que se hace en el nicho?
— Claro, toda la gente habla de ella.
— ¿Crees que sea un milagro, una aparición o qué?
— No sé, puede ser todo eso; un espejismo, una ilusión óptica.
— ¿Un espejismo?, ¿igual que el amor?, ¿así lo crees?
— No sé, a lo mejor, pero en fin, si tú lo dices...
— Yo lo digo, no es una ilusión, es un milagro.
— Espero que sí, respondo, hacen falta de vez en cuando.
No maldigo su respuesta, me aparto porque tengo prisa de ir hacia..., no sé, a cualquier parte.
No soy el único que contesta lo primero que se le viene a la cabeza, inquietado por sus respuestas. Cuando está uno junto a David parece que la ciudad hablara por su boca, con todos sus anhelos o dudas.
Tampoco soy el único que se va y le deja con el silencio como único amigo.
Dice las cosas tan seguro de sí que, a veces, un velo cae de nuestros ojos. Casi siempre olvidamos que es un pobre ciego. JLV
De postura rígida y voz lenta, mantiene sus piernas juntas. Sus ojos no titubean, ni evaden nuestras miradas, danzan hacia algo que no vemos. Quién puede asegurar si habla o no con los muertos. Luego se cierran como si quisiera guardarse lo que ve muy dentro de sí.
A veces me siento junto a él —separados por una lámina de tiempo— en la banca del parque, justo en la que está frente a la iglesia de las Nieves. No voltea cuando me acerco, sabe que estoy ahí, mueve su índice hacia el frente, como si estuviera a mitad de una plática interminable, y dice:
— ¿Ves esa sombra que se hace en el nicho?
— Claro, toda la gente habla de ella.
— ¿Crees que sea un milagro, una aparición o qué?
— No sé, puede ser todo eso; un espejismo, una ilusión óptica.
— ¿Un espejismo?, ¿igual que el amor?, ¿así lo crees?
— No sé, a lo mejor, pero en fin, si tú lo dices...
— Yo lo digo, no es una ilusión, es un milagro.
— Espero que sí, respondo, hacen falta de vez en cuando.
No maldigo su respuesta, me aparto porque tengo prisa de ir hacia..., no sé, a cualquier parte.
No soy el único que contesta lo primero que se le viene a la cabeza, inquietado por sus respuestas. Cuando está uno junto a David parece que la ciudad hablara por su boca, con todos sus anhelos o dudas.
Tampoco soy el único que se va y le deja con el silencio como único amigo.
Dice las cosas tan seguro de sí que, a veces, un velo cae de nuestros ojos. Casi siempre olvidamos que es un pobre ciego. JLV
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